En el centro de nuevas direcciones

La presencia sostenida en el Salón Nacional, la decisiva apertura a las mujeres de la Escuela Superior de Bellas Artes “Ernesto de la Cárcova” y el surgimiento de instituciones femeninas de carácter separatista marcaron la historia de las artistas desde la década de 1930. Algunas expresaron un claro interés en nuevas direcciones estéticas, exploraron el grabado con gran intensidad y recorrieron el país, en particular el noroeste argentino.

Crecientemente desde los años 30, muchas artistas abordaron la representación femenina en desnudos renovadores y en retratos que contribuyeron a la formulación visual de la mujer nueva.

Estas iconografías innovadoras cuestionaron los roles tradicionales de género al problematizar tanto la construcción social de la mujer, con las ideas de belleza y domesticidad a la cabeza, como la propia imagen de lo que significaba ser una artista. Las creadoras de este momento ampliaron aquello que podían mirar y hacer las mujeres: desde explorar el cuerpo sensual de otras mujeres hasta aventurarse en el terreno del arte no figurativo.


Mariette Lydis (Viena,1887 – Buenos Aires,1970), De la malicia y del odio, 1940, óleo sobre tela, 114 x 145 cm. Colección Museo Nacional de Bellas Artes.

María Carmen Portela (Buenos Aires, 1896 – Montevideo, 1984), Figura de una atleta, ca. 1940, yeso, 93 x 25 x 28,5 cm. Colección Sofía Ballvé. 

María Carmen Portela se destacó en el Salón Nacional y en el Salón Femenino desde 1930. Los primeros años de esta década estuvieron marcados por la exploración de diversos géneros escultóricos. Las imponentes formas femeninas de Figura para un estanque, ganadora del Segundo Premio Nacional de Escultura en 1935, contrastan con la delgadez de la Figura de una atleta, presentada con gran éxito en 1940. Inspirada por la creciente participación de mujeres en el campo de los deportes, la obra muestra una imagen andrógina, donde los rasgos tradicionalmente femeninos se disuelven. La novedosa representación sorprendió y fascinó a los críticos de arte. 

Grabadora y escultora de larga actuación, Portela fue amiga íntima de Annemarie Heinrich (1912-2005), figura mayor de la fotografía argentina. La mirada de Heinrich siguió cada paso de la vida de su amiga, primero en Buenos Aires y luego en Uruguay. Un conjunto importante de imágenes presenta a Portela junto a sus esculturas. Son obras de fuerte contenido performático, que retratan a la artista imbricada con su creación. En otras fotografías, Heinrich se centra en las manos de su amiga, tal vez intentando reconciliar la elegancia con el trabajo físico propio de la profesión de Portela.

Consuelo Remedios González (Buenos Aires,1911-2013), Reposo, 1935, óleo sobre tela, 123 x 152 cm.  Colección Museo de Artes Plásticas “Eduardo Sívori”, Buenos Aires.

Clelia Pissarro (activa en Buenos Aires, 1930-1950), Labores, 1940, óleo sobre hardboard, 55,5 x 65 cm. Pinacoteca del Ministerio de Educación de la Nación, Buenos Aires.

La carrera de Clelia Pissarro es totalmente desconocida, a excepción de unas pocas pinturas, materialmente muy simples, que llevan su firma. Fue retratada por su hermano, Víctor Pissarro, en una obra que obtuvo un Premio Estímulo en el Salón Nacional de 1935. De este modo, Clelia Pissarro ingresó a la historia del arte como fuente de inspiración para otro artista.

Abocada por más de treinta años a la educación inicial en diversas escuelas normales, Clelia Pissarro presenta en esta obra una de las ocupaciones femeninas más persistentes: las labores de la aguja. Claves en la conformación del ideal de la domesticidad, estas actividades han permanecido en los márgenes de la historia del arte. La pintura se complementa con Estudio de interior (también en la colección del Ministerio de Educación), que muestra un cuidado atelier artístico. Pissarro parece indicar una continuidad entre actividades creativas, sean en el bastidor o en el atril.

Anita Payró (Buenos Aires, 1897-1980), Sin título, 1943, óleo sobre cartón, 23,5 x 23,5 cm. Cortesía Jorge F. Payró.

En las primeras décadas del siglo XX, las mujeres artistas indagaron sobre las formas del arte nuevo codo a codo con los varones. La obra de Anita Payró se inscribe dentro de la abstracción de base geométrica, una tendencia muy transitada en la Argentina. Alumna de la célebre École Bischoffsheim de Bruselas, Payró recibió una sólida formación en el campo de las artes decorativas. La práctica sistemática de la pintura se tornó pública tardíamente en su trayectoria. A diferencia del camino usual de muchos de sus pares, formados en el terreno de la figuración y luego devenidos artistas abstractos mediante investigaciones sobre la síntesis formal, Payró comenzó su trabajo directamente en el campo de la abstracción, una marca indeleble de su educación europea.

La composición de esta obra presenta un esquema complejo, dominado por las diagonales. Como en el resto de su producción, las formas geométricas intersectan y generan una sensación de profundidad organizada a partir de cuidadas sucesiones de planos.


Cecilia Marcovich (Hârlău,1894 – Buenos Aires,1976),  Sin título, 1939, óleo sobre cartón, 43,5 x 32 cm. Colección Marcovich-Tubert.

La serie Las morenas surge a partir de un viaje que Cecilia Marcovich realizó a Brasil, donde permaneció durante casi seis meses, entre junio y noviembre de 1939. Su ingreso al país vecino fue por Río de Janeiro, pero posiblemente su estadía se haya extendido a otras ciudades. 

El conjunto incluye pinturas y esculturas a través de las cuales Marcovich buscó retratar a personas de ascendencia africana, en especial mujeres, grupo sistemáticamente marginado no solo en Brasil, sino en toda la extensión de las Américas. Podríamos adscribir estas obras a la larga tradición de tipos humanos y/o populares dentro de la cultura visual occidental. No obstante, exhiben diferencias fundamentales respecto de gran parte de las representaciones de afrodescendientes, atravesadas por una estereotipia feroz y ofensiva que involucra un amplio rango de características físicas, morales, intelectuales y de comportamiento (infantilismo, estupidez, lascivia, desnudez, pereza, deformidad física, entre otros). Estas imágenes, en cambio, aluden a la dignidad de los representadas.

En el caso de las pinturas, la vinculación con la afrodescendencia proviene del título de las obras y de los colores de las pieles de las figuras, que parecen guiar la gama de tonos cálidos y terrosos que pueblan las composiciones. Por su parte, las cabezas esculpidas, al igual que las pinturas, otorgan una humanidad íntegra y digna a la mujer afrobrasileña al evitar la exageración exacerbada de los rasgos que, con cierta frecuencia, suelen acompañar las representaciones de este tipo realizadas en el mismo contexto temporal de la serie Las morenas.

En el estudio de una Mujer de Brasil, Marcovich delinea con unos pocos trazos y planos de color a una joven afrobrasileña que nos interpela con su mirada. La pose y la soledad del personaje remiten a una suerte de retrato en el que no entran en juego el parecido físico, condición cuasi imprescindible, y tampoco atributos específicos que den cuenta, por ejemplo, de su actividad. Esta ausencia de referencias personales, laborales y sociales es también una característica del resto de las pinturas de la artista. Solo la vestimenta, sencilla y sin adornos, y el tocado o pañuelo que luce en la cabeza se convierten en marcadores del estatus social y racial de la protagonista.

María de Lourdes Ghidoli

Cecilia Marcovich (Hârlău,1894 – Buenos Aires,1976), Cabeza de mujer, 1940, piedra, 52 x 43 x 40 cm. Colección Marcovich-Tubert.

Cuando Cecilia Marcovich regresó de Europa en 1931, trajo consigo una enorme piedra de granito negro. A fines de los años 30, comenzó a desgranar ese bloque macizo adquirido en Bélgica. Hasta ese momento, la artista había realizado esculturas pequeñas, en su mayoría figuras femeninas, yesos y bronces, además de pinturas y dibujos. 

Cabeza abre la serie de figuras monumentales que Marcovich dedicaría luego, casi exclusivamente, a la mujer afroamericana con el título Las morenas

La crítica destacó la presencia de esta pieza en el Salón Nacional de 1940, donde fue exhibida junto a la premiada Cabeza de niña.

Talía Bermejo

Bibí Zogbé (Sahel Alma, 1890 – Mar del Plata, 1975), Cardos, s/f, óleo sobre tela, 68,5 x 50,5 cm. Colección Museo Nacional de Bellas Artes.

Los críticos e historiadores de arte suelen describir a la artista plástica árabe-argentina Bibí Zogbé como una “pintora de flores” que trabajaba en “un estilo ingenuo primitivo”. En realidad, la obra de Zogbé fue más allá de lo floral en extensión y profundidad. Su compleja trayectoria artística estuvo influenciada tanto por su propia experiencia de inmigrante como por sus viajes a París y Dakar. En este sentido, las imágenes botánicas por las cuales fue ampliamente reconocida trascienden la mera decoración, ya que son portadoras de un significado transnacional. 

Los críticos de arte han interpretado el audaz estilo de la artista en los motivos florales como enraizado en tradiciones visuales árabes o islámicas, que se observan en representaciones del “follaje paradisíaco” desde la antigüedad. Los ramos de Zogbé, ejecutados en forma hipnótica de hojas y tallos entrelazados, suelen exudar una energía fascinante a través de marcas caligráficas. Sin embargo, el Líbano ‒su tierra natal‒ y la Argentina ‒su nación adoptiva‒ están representados sutil pero estratégicamente en las elecciones botánicas de Zogbé.

Los cardos es parte de una multitud de vibrantes obras dedicadas a esta abundante floración que prospera en un suelo adverso y que fue un tema recurrente a lo largo de la prolífica carrera de Zogbé. En estos trabajos, eleva aquello que muchos ven como una simple hierba, el cardo, que crece profusamente en los dos países que la artista llamaba hogar. Del interés por transformar en un tema digno de ser retratado esta humilde y resistente flor silvestre, con sus fuertes raíces y espinas protectoras, emerge una de las elecciones motívicas favoritas de la artista, que le permitía simbolizar belleza, fuerza y ​​resistencia transnacional. Al adoptar como tema estas flores, tejió en sus pinturas una narración poética de las vivencias transitadas en el Levante y en Latinoamérica.

Caroline “Olivia” Wolf

A fines del siglo XIX, la discusión sobre el “paisaje nacional” dividió a artistas e intelectuales en dos bandos: uno a favor de la potencia metafísica de la pampa, otro convencido de la necesidad de buscar inspiración en las sierras cordobesas. Y si Córdoba, con el tiempo, se transformó en el destino preferente de muchos pintores, desde los inicios del siglo XX el noroeste del país ejerció una creciente atracción como cantera de renovados motivos artísticos. 

En el Salón Nacional y en las principales galerías de Buenos Aires, predominaban los paisajes y tipos serranos, aunque un amplio territorio que iba desde La Rioja y Catamarca hasta la quebrada de Humahuaca e, incluso, Bolivia se hacía ver en la obra de artistas tan disímiles en estilo e intención como Jorge Bermúdez, Francisco Villar, Gaspar Besares Soraire, Ramón Gómez Cornet, Alfredo Gramajo Gutiérrez, Lino E. Spilimbergo y Antonio Berni. La mayor parte de ellos hicieron periplos, principalmente por Salta y Jujuy, y llegaron a instalarse por un tiempo en pueblos que adquirirían más tarde relevancia turística, por ejemplo, Tilcara. Enmarcado en un movimiento cultural de gran alcance, como fue el americanismo de la primera mitad del siglo XX, el interés por el noroeste argentino permitía volver la mirada hacia adentro del país y (re)descubrir, en geografías y tipos humanos, aquello que lo conectaba con la historia y las tradiciones surandinas.

Demostrando que no era insalvable la dificultad para viajar, mentado obstáculo del desarrollo de una profesión artística en el caso de las mujeres, las autoras de las obras que forman parte de este núcleo, al igual que sus colegas masculinos, salieron a explorar ese “exotismo” que anidaba en el propio país. Algunas lo hicieron de la mano de un hombre, pero no faltaron las que se arriesgaron a emprender el viaje solas. En 1937, Berni obtuvo el Premio Composición por Jujuy (Museo de la Patagonia, Bariloche), que, junto con el mural Mercado colla (hoy en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires-MALBA) y otras obras de los años 30 y 40, es elocuente muestra de la confluencia de las ideas americanistas y las búsquedas plásticas de la época en el sentido del Nuevo Realismo.

Léonie Matthis, en cambio, cultivó una vertiente dedicada a recrear, con no pocos ingredientes de fantasía, episodios y escenarios de nuestra historia. Templo del Sol entronca esa historia con una antigüedad prestigiosa, la del imperio incaico, en sintonía con el ideario de Ricardo Rojas y su Ollantay, tragedia de los Andes, estrenada en 1939, con música de Gilardo Gilardi y bocetos escenográficos de Ángel Guido, otro actor clave del americanismo argentino. 

Fuera del devenir histórico, la callecita que trepa hasta el telón de montañas de Cecilia Marcovich y la escena del Titicaca de Raquel Forner parecen aludir, en la síntesis de las formas y los acentos de color, a un carácter esencial que se debe más a la mirada de quien observa que a aquello observado. Apenas hay movimiento en estas imágenes, y todo, paisaje y figuras, se congela en un instante que podría repetirse idéntico por siglos.

La “india” de Gertrudis Chale, con su collar importado de la coquetería urbana, se aparta de la inexpresividad común a las figuras nativas que desfilaron por los Salones, las cuales apenas esbozan, a veces, gestos de resignación. Una mueca de desagrado hace contrapunto con la carga sobre su cabeza y con el huso que sostiene en sus manos, dos elementos arquetípicos que indican tradicionales roles de género. Elba Villafañe, por su parte, registra el trajín de la mujer colla, cuyo rostro esquivo se hace visible en el de los hijitos que lleva a la espalda. La trenza, que serpentea elegante sobre su cuerpo, discute el carácter meramente documental del dibujo.

Imágenes de un mundo andino que surgía de la observación y el descubrimiento, y también del deseo y la invención artísticas, las obras de este núcleo demuestran la complejidad y diversidad de recorridos que realizaron las artistas argentinas, a contramano de un statu quo que se empecinaba en ponerles límites.

Marta Penhos

En el centro de los géneros

En el centro de la consagración